¡Qué nervios pasa uno en fin de curso!
Para un crío el día de fin de curso es la entrada a otra dimensión: el verano. Playa, tardes de juegos interminables, sin deberes y con la única obligación de disfrutar. La felicidad se impone. Por fin se acaban las clases y tan solo el miedo a algún suspenso imprevisto empaña esa añorada perspectiva de ocio y libertad.
Estudié en un colegio de marcado carácter religioso. El último día lectivo del curso nuestros queridos —y peligrosos— curas tenían siempre algún detalle especial con nosotros. Recuerdo que siempre impartían un par de horas de clase (tan sádicas como innecesarias) por la mañana (ya eran ganas de flagelar) y después, para compensar nos ponían una película educativa en el salón de actos.
Por ejemplo: Rocky III.
Así salimos toda mi generación. Medio tarados.
Para un chaval de nueve años que vive en 1985 no hay nada más genial que ver a Stallone y a Mr.T. poniéndose finos el día de fin de curso. Además, para nosotros aquello era como un documental ya que aprendíamos las técnicas básicas y necesarias para cubrirnos de los certeros golpes del Padre Borrajo, el Padre Ángel o el temido Macario (una máquina mortífera a la hora de soltar hostias, y eso que no era cura). En definitiva, que lo pasábamos en grande y además aprendíamos defensa personal. La mañana perfecta.
Aquí va una propuesta de experimento para El Hormiguero:
Meta a usted a unos 500 niños de entre 8 y 15 años en un cine y proyécteles Rocky III. Una vez acabado el metraje dígales usted, Biblia en mano, que hay recreo hasta la hora de irse a casa. Ahora abra las puertas del salón de actos.
Aquello era la Tercera Guerra Mundial. ¿Por qué los niños gritan tanto? Ni idea, pero aquello era una jauría imparable. Una marea de mocosos que en apenas un par de minutos tomaban las pistas de basket, el campo de fútbol y Gibraltar si era necesario.
Solo el miedo al NM (Necesita Mejorar) encapotaba las nubes del incipiente verano. El NM nos podía fastidiar completamente. Los dedos cruzados por si acaso. Si tenía que haber algo malo que fuese un – (menos) que no sé porque razón a los padres le sentaba mejor, pero un NM era bronca, castigo y exilio seguro.
Allí estaba el cura repartiendo las notas….
Junio, 1985
—¡Amado Touriño, Jorge!
—¡Barreiro Fernández, Marcos!
—¡Cruces Vergara, Antón!
Me acerco con miedo en el cuerpo por si me cae una guantada de despedida, pero gracias a Dios no ocurre nada. El cura me tiende la cartulina de color amarillo pálido y me sonríe. Yo le devuelvo el cumplido y pongo mi mejor cara de niño bueno. No me atrevo a abrirlas.
—¡Domínguez Gestido, Carlos!
Mi amigo Carlos siempre suspende alguna y veo cómo el padre le tiende las notas. Le cae una bofetada que tiembla el cemento. Ya lo he dicho en alguna otra ocasión, el peligro acechaba en cualquier parte. No hay que hacer nada malo para atrapar. A alguien le tenía que tocar, y como Celso —que era el que solía recibir— ya había pasado, pues la línea de sucesión estaba clara. De regalo para el verano. Carlos le obsequia con una amenazante mirada mientras se amasa la sonrojada mejilla con la mano.
Se acerca a mí y abre sus notas. Todo aprobado. Por los pelos, pero aprobado. Eso me envalentona y justo cuando estoy a punto de abrirlas, me las arrebata. Las abre y las lee. Su cara cambia.
—¡Qué burro! ¡Te han quedado tres! ¡Te han quedado tres!—bien, con empatía; burlándose y señalando con el dedo.
Cierro los ojos y mi vida pasa delante de mí en apenas un segundo, es como una película. En casa me matan, aunque quizás sea mejor no volver nunca a casa. A partir de ahora el bosque será mi hogar, como Rambo. Mi padre me mata.
Un grito me saca de mi ensoñación. Abro los ojos y veo como el cura (The Cure) tiene a Carlos agarrado por la patilla izquierda. El Padre tira del pelo hacia arriba y mi amigo tuerce el cuello, abre la boca y se pone de puntillas cual bailarina. Casi levita.
—¿De quién son esas notas, Gestido? ¿Son suyas?
—No Padre—balbucea el ladrón de calificaciones en un gritosusurro.
-—¿Se estaba haciendo el gracioso?
—No Padre, le juro que no—dijo Carlos.
Hostia en la cara. Por jurar. Como encaja el Carlos. Ni Stallone. Al padre se le escapa la patilla por un segundo y se queda con un par de pelos entre los dedos, pero enseguida la engancha de nuevo cual cocodrilo salvaje en un rápido movimiento que me recuerda a Pat Morita, el señor Miyagi.
-—No se jura, Gestido— le recuerda mientras le zarandea con más fuerza con la vista clavada en el horizonte.
—¡Vale, Padre vale; no lo vuelvo a hacer más, se lo juro!
Guantada número dos. En este punto dos lagrimones empiezan a bajar por la cara incandescente de mi amigo.
—¡Que no se jura…devuélvale las notas a Cruces y váyase a casa!
—Sí Padre sí. Se lo j…se lo prometo.
El dolor desaparece como vino y a Carlos solo le queda un leve picor cerca de la oreja. Me da las notas, pero se enfada conmigo. Como si fuera culpa mía. No pasa nada, seguro que esta tarde los resolvemos a hostias.
Abro las notas.
Respiro hondo, el corazón me cabalga en el pecho. Abro los ojos y no doy crédito. ¿¡He aprobado todo!? ¡Era bola! ¡He aprobado! No puedo ser más feliz. ¡Menudo verano! ¡Y qué ganas de ver a mis padres!
¡Ay los ochenta! ¡Cuándo nuestra máxima preocupación era aprobar todo y ligar con la chica del parche color carne en el ojo!
Saludos.
Y la canción ochentera de hoy es:
Jo, pues yo era la niña del parche color carne y no me comía un rosco, al revés, se hartaron de burlarse de mí.
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Son crueles!
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